Caja musical – Soledad Castro | Cuento navideño
Es hoy 25 de diciembre, y fue ayer cuando lo encontré. Estaba acostado en su cama. No se veía extremidad alguna, y todo era una gran masa amorfa que parecía descansar. Lo llamaba por su nombre y entonces gruñía.
Él es ahora, una bola hinchada que, puedo jurar, tarareaba una canción. Me di cuenta del incidente después de un par de horas de haberlo encontrado. Estaba perdida mirando las luces del árbol junto a su ventana, cuando escuché cierto patrón melódico que creí provenía del aparato musical de las lucecitas navideñas.
—Te dije que lo cambiaras.
Él gruñó. Me acerqué y con cuidado busqué el pequeño aparato. Ladeé la cabeza. Estaba apagada la función de caja musical. La activé y se escuchó un villancico que me recordaba nuestras navidades pasadas. Una gota recorrió el lagrimal y se instaló en la pupila, no salió. Regresé al lugar en donde él estaba. Sentada, dando las espaldas a la puerta, observando el cadáver de mi hermano.
Hace un par de días le había dicho que esperaba que se ahogara con toda esa basura que se metía. Nunca pensé que de verdad sucediera. Lo cierto es que no creo que fuera la comida lo que lo dejó así. Deforme, cubierto por una baba que excretan sus poros cada vez que respira.
—Te lo advertí.
Suspiré. Gruñó y tembló. Levanté mis rodillas hasta pegarlas a mi pecho y oculté mi cabeza en ellas. Cerré los ojos un instante y luego los abrí. Una extraña inercia me obligó a mantenerlos abiertos, de vez en vez los levantaba para mirarlo y en seguida me refugiaba. Por mi cabeza nada pasaba, una nube había cubierto todo aquello que parecía racional. Eran las luces que no me dejaban pensar y la música que me llevaba a otro lugar, uno igual. Él solía decirme que yo entraba en trance una vez que las encendía. Y es que el día en que nos dejaron estaban igual, centelleaban mientras cantaban.
En algún punto dentro de mí sabía lo que tenía que hacer, pero me daba placer haber tenido razón, al mismo tiempo que tenía miedo de perderlo para siempre. Todavía podía quererlo así, todavía podíamos jugar. Aún ahora creo que podemos hacerlo.
Cuando ya no había luz alguna en la ventana más que la del árbol. Me levanté, caminé a la orilla de la cama, con las manos temblando y la garganta seca. Tomé la cobija que estaba a medias en el suelo y la coloqué sobre eso que eran los restos conjuntos de su cuerpo. Recordé ese día, el de la primera noche solos. Y sonreí. A tientas, despacio, me acosté a su lado y también me cobijé.
En la orilla de la cama, apretada y con la diestra colgando fuera, giré para mirar en donde creí que estaba su rostro. Sentí la baba rozar mi costado derecho, también ese olor que era solo de él. Despacio la respiración retomaba su cauce. Extendí mi brazo rodeando la gran masa y hundí la cabeza en su piel. Caí dormida. Puedo jurarlo, él me arrullaba tarareando el mismo villancico del árbol.
Me desperté con el primer gruñido. Me di la vuelta y respondí con otro. Siempre fue un pésimo madrugador. Froté mis ojos y estos se quedaron impregnados de ese líquido viscoso. Intenté limpiarlo con mi ropa pero también estaba manchada, busqué alguna parte que no lo estuviera y logré retirar un poco. Me desvestí.
—Eres un desordenado.
Miré el desastre del baño, y evité pisar los pedazos del espejo. Levanté la toalla, y no me molesté en colocar la cortina de baño. Abrí el agua caliente. Recordaba esa sensación. Al terminar me sequé y salí del baño con el mismo cuidado de antes. El árbol seguía sonando.
Busqué algo de ropa en los cajones que estaban desarreglados. Saqué su camisa favorita y la pantaloneta de siempre. Respiré profundo. Lo miré gemir.
—Feliz navidad.
Tomé mi celular y marqué a emergencias. Les dije que mi hermano había muerto, que ahora era una cosa deforme sin cabeza ni piernas, como si alguien lo hubiese cortado y vuelto a armar. Pero no tenía incisiones, en realidad creía que se había fundido. Que había comido tanto que su estómago creció hasta cubrirlo todo. Los policías llegaron, como siempre, después de unas horas. Los llevé hacia él y fue entonces que también dejaron de existir, como yo. El mundo se detuvo. Yo lo sé y estoy segura de que ellos también. Después… en realidad no recuerdo muy bien.
Llegaron varias personas y una mujer se me acercó, trató de hablarme, pero no escuché lo que decía. Todo me llegaba como atravesado por la niebla. Me sacaron de la habitación y después de no sé cuanto a él también se lo llevaron. La canción que se repetía en bucle desde la noche, se alejaba junto a él. Extendí mi brazo intentando alcanzarlo. Era demasiado tarde, la música se había detenido. Un policía había apagado el árbol.
por Soledad Castro
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