El escritor y el personaje, reflexión de Ursula K. Le Guin
Ya sea que inventen a las personas sobre las que escriben o las calquen de gente que conocen, los escritores de ficción suelen estar de acuerdo en que una vez que esas personas se convierten en personajes estos cobran vida propia, a veces hasta el punto de que intentan escapar de las imposiciones del escritor y hacen y dicen cosas bastante inesperadas para este último.
En las historias que escribo, la gente me resulta cercana y misteriosa, como los parientes o los amigos o enemigos. Las personas entran y salen de mi mente. Las he creado, las he inventado, pero tengo que sopesar sus motivos y tratar de comprender sus destinos. Adquieren una realidad propia distinta de la mía, y cuanto más lo hacen menos puedo o deseo yo controlar sus actos o palabras. Mientras compongo una historia, los personajes están vivos en mi mente, y les debo el respeto que todo ser viviente merece. No deben ser utilizados ni manipulados. No son juguetes de plástico ni megáfonos.
Pero la escritura es un momento especial. Mientras escribo, puedo ceder ante mis personajes, confiar por completo en que harán y dirán lo más apropiado para la historia. Al planear la historia y al corregirla intento mantener cierta distancia emocional respecto de los personajes, en especial de los que más me gustan o más detesto. Necesito mirarlos de soslayo, cuestionar con bastante frialdad sus motivos y tomarme todo lo que dicen con una pizca de sal, hasta estar segura de que están hablando real y genuinamente por sí mismos y no en favor de mi condenado ego.
Si utilizo a las personas de una historia principalmente para satisfacer las necesidades de la imagen que tengo de mí misma, de mi amor propio o mi odio, de mis necesidades, de mis opiniones, esas personas no pueden ser ellas mismas ni alcanzar la verdad. La historia, en cuanto exhibición de necesidades y opiniones, puede ser efectiva como tal, pero los personajes no serán personajes; serán marionetas.
Como escritora he de ser consciente de que soy mis personajes, pero ellos no son yo. Yo soy ellos, y soy responsable de ellos. Pero ellos son solo ellos mismos; no pueden hacerse cargo de mi persona, ni de mis ideas políticas ni éticas, ni de mi editor, ni de mis ingresos. Son encarnaciones de mi experiencia y de mi imaginación que participan de una vida imaginada que no es mi vida, aunque mi vida sirva para iluminarla. Puede que sienta apasionadamente los avatares de un personaje que personifica mi experiencia y mis emociones, pero he de tener cuidado de no confundirme con ese personaje.
Si fundo o confundo a una persona ficticia conmigo misma, mi juicio sobre el personaje se convierte en un juicio sobre mí. En ese caso, la justicia es casi imposible, pues me convierto en testigo, abogado defensor, fiscal, juez y jurado, utilizando la ficción para justificar o condenar las palabras o los actos del personaje.
Si alguien quiere conocerse a sí mismo, necesita tener la mente clara. La claridad puede ganarse con dureza de miras o blandura de miras, pero tiene que ganarse. Un escritor tiene que aprender a ser transparente en la historia. El ego es opaco. Llena el espacio de la historia, oculta la honestidad, oscurece la comprensión y hace que el lenguaje suene falso.
Como todas las artes, la narrativa tiene lugar en el espacio en el que el creador se diferencia amorosamente de la cosa creada. Sin ese espacio no puede existir una veracidad coherente ni un respeto verdadero por los seres humanos sobre los que trata la historia.
Otra manera de pensar en esta cuestión: si el punto de vista del autor coincide exactamente con el del personaje, no se trata de una ficción. Se tratará de unas memorias disfrazadas o un sermón recubierto de ficción.
No me gusta la palabra distanciamiento. Si digo que debería haber distancia entre el autor y el personaje, sonará como si aspirara a la «objetividad» que pretenden los científicos ingenuos y los minimalistas sofisticados. No es así. Estoy totalmente a favor de la subjetividad, un privilegio inalienable del artista. Pero tiene que existir una distancia entre el escritor y el personaje.
Con frecuencia el lector ingenuo pasa por alto esa distancia. Los lectores inexpertos piensan que los escritores escriben sobre la base de la experiencia. Creen que los escritores piensan lo mismo que los personajes. Toma tiempo acostumbrarse a la noción del narrador poco fiable.
Las experiencias y emociones de David Copperfield son en efecto muy parecidas a las que tuvo Charles Dickens, pero David Copperfield no es Charles Dickens. Por muy estrechamente que Dickens se «identificara» con su personaje, como decimos fácil y freudianamente, la mente de Dickens no albergaba la menor confusión acerca de quién era quién. La distancia que los separaba, la diferencia de punto de vista, era crucial.
En la ficción, David vive lo que Charles experimentó en la realidad y sufre lo que sufrió Charles; pero David no sabe lo que sabe Charles. No puede ver su vida en perspectiva, desde una posición ventajosa en el tiempo, en materia de ideas y de sentimientos, como lo hace Charles. Charles aprendió mucho sobre sí mismo y gracias a ello nos permite aprender mucho sobre nosotros mismos, mediante la artimaña de adoptar el punto de vista de David; pero, si hubiera confundido su punto de vista con el de David, él y nosotros no habríamos aprendido nada. Nunca habríamos salido de la fábrica.
Otro ejemplo interesante: Huckleberry Finn. Lo que logra Mark Twain a lo largo de todo el libro, con gran habilidad y a costa de correr muchos riesgos, es una distancia irónica invisible pero inmensa entre su punto de vista y el de Huck. Huck cuenta la historia. Dice con su voz cada una de las palabras. Mark guarda silencio. El punto de vista de Mark, en especial en lo relativo a la esclavitud y al personaje de Jim, nunca se explicita. Se discierne solo en la historia misma y en los personajes: sobre todo en el personaje de Jim. Jim es el único adulto del libro, un hombre amable, cálido, fuerte y paciente, con un sutil y marcado sentido de la moral. Puede que de mayor Huck sea un hombre así, si le dejan. Pero por lo pronto Huck es un crío ignorante y prejuicioso, incapaz de distinguir entre el bien y el mal (si bien en una ocasión, cuando de veras importa, elige el bien). En la tensión que se establece entre la voz del niño y el silencio de Mark Twain reside buena parte de la fuerza del libro. Hemos de entender —en cuanto seamos lo bastante mayores para leer de ese modo— que, en realidad, el libro dice lo que oculta ese silencio.
En cambio, de mayor Tom Sawyer será, en el mejor de los casos, un empresario listo, y en el peor, un bribón; su imaginación no tiene ningún contrapeso ético. Los últimos capítulos de Huckleberry Finn resultan tediosos y detestables cada vez que esa imaginación manipuladora e insensible se hace cargo de la narración, controlando a Huck y a Jim y la historia.
Toni Morrison ha demostrado que la cárcel en la que Tom pone a Jim, el tormento que inventa para él y la complicidad incómoda pero impotente de Huck representan la traición de la Emancipación durante la Reconstrucción. Los esclavos liberados podían verse privados de sus libertades, y los blancos habituados a tener por inferiores a los negros conspiraban en el hecho de perpetuar la vileza. Así entendido, el largo y doloroso desenlace del libro tiene sentido, como el libro en su conjunto. Pero para el autor suponía un riesgo moral y estético que dio sus frutos solo en parte, quizá porque Mark Twain se identificaba en exceso con Tom. Le encantaba escribir sobre manipuladores que se pasaban de listos y se jugaban la vida a todo o nada (no solo Tom, también el rey y el duque), y así Huck, y Jim, y nosotros los lectores, tenemos que verlos alardear de sus tretas baratas. Mark Twain mantuvo perfectamente una distancia amorosa de Huck, sin romper en ningún momento la tierna ironía. Pero, como quería que Tom estuviera en el final del libro, lo incluyó, lo consintió, perdió la distancia que lo separaba de él y el libro perdió su equilibrio.
Aunque el autor finja otra cosa, su punto de vista es más amplio que el del personaje e incluye un saber del que el personaje carece. Eso significa que el personaje, al existir solo en el saber del autor, puede ser conocido como nunca conoceremos a una persona real; esa percepción puede revelar percepciones y verdades duraderas y pertinentes para nuestras propias vidas.
Fusionar al autor y al personaje —limitar el comportamiento del personaje a lo que el autor considera apropiado, las opiniones del primero a las del segundo y así sucesivamente— es perder la oportunidad de alcanzar esa revelación.
El tono del autor puede ser frío o apasionadamente comprometido; puede ser distante o crítico; la diferencia entre el punto de vista del autor y el del personaje puede ser obvia o estar oculta; pero la diferencia debe existir. En el espacio que proporciona esa diferencia tienen lugar el descubrimiento, el cambio, el aprendizaje, la acción, la tragedia y la realización: tiene lugar la historia.
Etiqueta:Ensayo