Gemini, cuento fantástico de G. B. Stern
—Oye… ¿qué ha sido de David Merriman? La pregunta era formulada a menudo, pero aquella noche había urgencia por conocer la respuesta. Se echaba de menos a Merriman. Se echaba de menos su vitalidad, su buen humor y su ridícula costumbre de entrar en interminables divagaciones, cualquiera fuese el tema en discusión, como un río desbordado al que es preciso oponer un dique.
Hasta seis semanas atrás, Merriman era accesible a cualquiera, y en todo momento; pero últimamente circulaban sobre él extraños rumores. En efecto, no habia desaparecido, a la manera de Waring y de otras misteriosas victimas del Wanderlust:
What’s become of Waring
Since he gave us all the slip?…
Corpóreamente, estaba aún en Londres, en su casa, aunque en una oportunidad se había ausentado por espacio de un mes, sin dejar indicio alguno sobre su paradero. Pero, socialmente, había abandonado a sus amigos. Y las noticias que se tenían de él eran inquietantes: «Dicen que ha dejado su empleo en la Gaceta. Dicen que se ha convertido en químico analítico, o algo parecido; que está buscando el elixir de la juventud, como si Vardaroff no hubiera tenido ya la gentileza de encontrarlo; que se pasa todo el día y la mayor parte de la noche enfundado en su bata, barbudo, llenando y vaciando botellas; que después destroza las botellas y que su casa es una pila de vidrios rotos; que no quiere ver a nadie y que está buscando no se que coca… Oh, dicen esto y aquello y lo de más allá».
—Vamos. Estoy harto de oír esas cocas. Vayamos a sacarlo de su madriguera. Lo haremos vestir y afeitarse y pasar la noche con nosotros, como un ser humano.
Prentice fue a sacar su automóvil del garage, y salieron en busca de David Merriman.
Los tres amigos de David Merriman estaban inquietos por él, aunque creyesen que lo único que extrañaban era su compañía regocijante y jovial. Al hombre que viajaba con ellos, en cambio, no le importaba. Era un conocido reciente, que Johnny Carfax había llevado aquella noche por casualidad. Más joven que los otros, más elegante y mejor parecido; un mozo atractivo, que daba la impresión de vivir en un mundo de aventuras secretas y no demasiado escrupulosas.
No era difícil imaginarlo usando la chaqueta sobre los hombros, sin meter los brazos en las mangas. Un hombre acostumbrado a las conquistas fáciles. Parecía divertirle todo aquel alboroto en torno a David Merriman. Sus labios dibujaban una sonrisa desdeñosa.
—Si el pobre diablo quiere que lo dejen solo para romper frascos de remedio…
En realidad, le incomodaba que lo sacaran del confortable departamento de Prentice, una vez que lo habían llevado allí. Era una noche ventosa, el whisky era bueno, y ¿qué importaba Merriman, al fin de cuentas?
—¿Por qué no llaman por teléfono? —sugirió perezosamente.
Pero los otros no le prestaron atención. Era el más joven, y además un extraño… un extraño bastante entrometido. No querían extraños. Querían que regresara Merriman. El mismo Johnny Carfax se preguntó para qué diablos habría traído al joven Theo Strake.
¿Qué le ocurría a David?
Tenía un departamento en el centro de la ciudad. Aquella noche el centro estaba desierto. El viento circulaba por sus calles vacías, en lugar del gentío y el tránsito habituales. El departamento de Merriman estaba en el último piso. Llamaron y llamaron a la puerta, sin obtener respuesta. De pronto se oyó un estallido, y casi en seguida un líquido sombrío empezó a filtrarse por debajo de la puerta. Era demasiado melodramático para ser verdad; y Theo Strake se echó a reír al ver las caras blancas de sus compañeros.
—Eso no es sangre —dijo con burlona seguridad—. Yo he visto mucha sangre. Huelan, si no me quieren creer. Es… sí, vermut Cinzano.
Pero Prentice había perdido la cabeza y golpeaba la puerta como si abrigara esperanzas de derribarla. La puerta se abrió de pronto y apareció Merriman, semejante a una ilustración convencional de las siniestras historias que habían oído de él.
Parecía Lucifer caído del cielo, tras el porrazo. Estaba sin afeitar, en bata y pantuflas. Pero, aparte de esos detalles puramente externos, tenía un aspecto salvaje, de perseguido y exhausto. Y no parecía tan satisfecho de la visita como cabía esperar de un hombre con fama de jovial.
—¿Quieren entrar? —preguntó abruptamente.
—¡No seas tonto, Merriman! —replicó Carfax, impaciente—. ¿Crees que hemos venido para quedarnos afuera y hablar a gritos detrás de la puerta? Si tienes algo que ocultar, mételo en la alacena lo antes posible: sea hombre, mujer o lo que fuere. Te damos cincuenta segundos de plazo.
Merriman se encogió de hombros.
—Tengo algo que encontrar; nada que ocultar.
—¿La voluntad perdida?
Sonrió maliciosamente, ya más parecido al David que ellos conocían.
—El cóctel perdido —dijo—. Adelante, pasen… Quizá no lamente que hayan venido. Esta habitación apesta a enigmas, y estoy harto de andar a tientas. Si tú quisieras ir a Hungría, Johnny, ¿cómo harías? ¿Irías a la estación a comprar un billete? ¿Tomarías el tren, y después un barco, y nuevamente el tren? ¿Harías eso? Bueno, pues eso es justamente lo que yo no puedo hacer. ¡Oh, esa espléndida e insolente simplicidad de ir a la estación y comprar un billete de ferrocarril! En cambio yo… ¡Aquí me tienen, varado! ¡Les digo que es para volverse loco!
¿Loco?… El piso de la habitación, sin barrer, estaba atestado de botellas, así como las mesas, las sillas y las estanterías. Vasos sanos y rotos yacían desparramados por doquier; vasos mediados de líquidos pálidos, incoloros o levemente dorados, de un verde claro o un maligno rojo oscuro. Y David Merriman, parado en mitad de aquel desorden fantástico con sabor a alquimia, como un geniecillo desesperado en robe de chambre, agitaba los brazos y gritaba, dirigiéndose a alguna invisible agencia de viajes que debía llevarlo a Hungría, y que en cambio lo dejaba en Londres:
¡Sésamo, ábrete! ¡Maldito seas! ¡Ábrete!
¿Qué diablos significaba todo aquello? Era increíble: increíblemente idiota.
—Será mejor que nos cuentes lo que ocurre, David —sugirió Carfax. Tanto él como Prentice y Richardson habrían deseado que su nuevo acompañante no presenciara aquel espectáculo de un Merriman desintegrado.
—Mira —dijo Richardson, que era el espíritu más obtuso del grupo—, mira, Merriman: si quieres ir a Hungría, aunque no se me ocurre por que alguien ha de querer ir a Hungría… Pero si quieres ir… ¿por qué no dejas el asunto en manos de la agencia Cook, o Lunn, o cualquiera de ellas? Supongo que andas detrás de una mujer ¿eh? He oído decir que son morenas y gitanas… No es mi tipo. Pero si te quedas aquí sentado, y abandonas a tus amigos, y bebes en exceso, no irás muy lejos.
Merriman lanzó una carcajada.
—¿No iré muy lejos? ¡Pues yo les digo que sí tengo éxito iré más lejos que Cook y Lunn y que cualquier coche-dormitorio! Iré todo lo lejos que quiera ir: al Cielo, a Hungría… Y tú Horacio, ¿crees que bebo demasiado nada más que para embriagarme? —De pronto pareció advertir que Carfax, que era a quien más apreciaba de los tres, parecía molesto por su actitud—. Está bien, Johnny, está bien… lo diré lo que pasa. Entonces podrás juzgar. Horacio no creerá una palabra de lo que diga, y sera divertido contemplar su incredulidad… lo más divertido que haya presenciado en muchas semanas. Por otra parte, yo mismo no estoy seguro de creerme. Por otra parte, yo mismo no estoy seguro de creerme…
»Ustedes sabrán que durante el verano estuve vagabundeando por Europa Central. Me atuve a los lugares más pequeños. No me acerqué a Praga, a Budapest, a ninguna de las capitales. En primer lugar, porque no tenía ropa presentable. En una aldea de los Cárpatos, St. Rudigund, el dueño de una taberna me pidió que probara una botella de slivovitz casero. No lo había hecho él, sino su padre. Me aseguró que era bastante añejo. Solo le quedaban unas pocas botellas. Era una bebida extraña, no demasiado dulce, con un insinuante aroma de ciruelas. Compré una botella para traérmela a casa. A decir verdad, era un pequeño obsequio para Horacio… ¡Agradéceme, Horacio, aunque nunca haya llegado a tu poder! Aquel viejo me hizo pagar por ella un precio tan extravagante, que al fin de cuentas decidí no regalarla.
»Cuando volví al país… ¿Recuerdan aquella noche en que los invité a cenar, y después, cuando ustedes vinieron, no me encontraron?».
Prentice asintió. Él había sido uno de los invitados. Aquél fue el principio de las extravagancias de Merriman y de todos los rumores que corrían sobre él…
—Había resuelto preparar los cócteles antes de que ustedes llegaran, cuando se me ocurrió que podía inventar uno nuevo, con un poco de slivovitz. Abrí la botella y mezclé el cóctel en un vaso. Aquel vaso era para mí: quería probarlo, para ver cómo había resultado el experimento. Apenas le puse algunas gotas de slivovitz. Bebí…
»… En el mismo instante me encontré sentado a la mesa de un cabaret, en un país extranjero. Bebiendo. La orquesta estaba compuesta por gitanos, auténticos cíngaros. Pensé en seguida que quizá estuviera en Hungría, probablemente en Budapest. Reconocí ese instrumento musical que ellos tienen, semejante a un piano, y que tocan golpeando las teclas con dos palillos rematados en bolitas.
»No, no, no se trataba de una alfombra mágica ni de otra tontería semejante. No me quedé dormido, ni soñé ni atravesé el espacio. Me encontré allí simplemente… allí y no aquí. Es muy sencillo. Tú mismo, Horacio, aceptas diariamente cosas mucho más absurdas, porque estás acostumbrado a ellas. En otras circunstancias, sencillamente no creerías las cosas que ahora crees.
»Pues bien, lo cierto es que allá estaba yo, y como si fuera la cosa más natural del mundo. El café era uno de esos lugares agradablemente irresponsables, adonde uno no puede llevar a su propia hermana y adonde no la llevaría aunque pudiese: lujoso, caro y pintoresco. Había mucha gente.
»La música gitana se deslizaba por el recinto como un agua reluciente; imposible recogerla, recordarla más tarde, pero en el momento le proporciona a uno un auténtico placer. ¿Les dije que no había mujeres entre los parroquianos? El café se llamaba Kiss Ludo. Vi el nombre, al revés, sobre la entrada. No es broma. Los besos son frecuentes en Hungría… Kiss Ludo. El nombre de pila primero. De pronto trajeron tres enormes bandejas con tapas de plata. Todos aplaudieron cuando fueron destapadas y aparecieron tres muchachas cubiertas de flores. Tú tambien habrías aplaudido, Horacio… —Merriman observó con fastidio a Theo Straker, como si acabara de advertir que había un intruso y le hubiese cobrado a primera vista una violenta antipatía—. Sí, la sorpresa habitual en los cabarets del Continente.
»Pero aquellas muchachas eran verdaderamente hermosas. Una de ellas… —Bajó la voz, y nuevamente sus menos realizaron mecánicamente el ademán de mezclar un cóctel, como si hubieran repetido tantas veces ese movimiento que ahora actuaran sin intervención de la voluntad de su dueño—. Una de ellas era bellísima. Me recordaba aquellas estampas de Kirschner que a comienzos de la guerra solíamos clavar con tachuelas en las paredes de nuestras barracas, ¿recuerdan? Vivaz, joven y maliciosa. ¡Una maravilla! Tenía cabellos rubios rizados, y un cuerpo ondulante y reluciente, como una pera de oro. Saltó de su bandeja y corrió ligeramente había mí; sí, directamente a donde yo estaba, y se arrodilló en una silla a mi lado. Les confieso que me sentí halagado.
»Hablaba un poco de francés, mas o menos como yo. Esperó a que la música y los ruidos invadieran nuevamente el recinto, y entonces murmuró:
»—Llévame de regreso. Estoy asustada. Me gustas, te quiero, pero estoy asustada.
»—¿Que te lleve de regreso? ¿Adónde? —Me quedé de una pieza cuando contestó: “¡A la escuela!”.
»La escuela, dijo, estaba a unas treinta millas de Budapest, en la llanura. No podía explicarme con claridad —su francés, o el mío, era demasiado limitado— cómo había llegado en esa bandeja, debajo de aquella tapa, al Café de Kiss Ludo. No parecía el lugar más adecuado para una discípula de un Seminario de Jóvenes, pero creí entender que se trataba de una broma; que quería ver la vida; que estaba aburrida de la escuela, y que se había hecho pasar por una tal Marishka, cuyo nombre figuraba varias veces en la historia que me contó que ahora estaba cansada de bromas y que… por favor, ¿quería yo llevarla de regreso?
»—Me gustas, te quiero, estoy asustada —tal era su estribillo. Me pregunté cómo habría salido del paso si no hubiese encontrado a nadie a quien apreciar o amar con tan angelical confianza en que la simpatía seria retribuida y el amor… no. ¡Pero, en fin, todos llevamos adentro algo de caballería andante! Alcé a la pequeña belleza, la cargué sobre mis hombros y salí tambaleándome con ella, gritando y fanfarroneando como si fuera mi presa legítima. Y esto entendido, nadie nos detuvo. Las otras dos muchachas quedaron en el café, y los gitanos seguían tocando sus violines como locos. Su música era una marea oscura y fluida. La atravesamos y salimos a la calle. Dos o tres automóviles aguardaban en la calzada. Le dije que sobornara a algún conductor para que nos llevase a su famosa escuela. Yo no hablaba húngaro. No tenía la menor idea de lo que debería decirle a la directora del internado. Aun ahora no se que le habría dicho, si ella hubiera existido. Pero no existía, como verán en seguida.
»La joven aún llevaba puesta su ropa de baile, un vestido de tenue seda amarilla. Le presté mi sobretodo para que se abrigase. Atravesamos durante casi dos horas aquellas tristes llanuras húngaras, que durante el día tienen un aterciopelado color púrpura y están decoradas de altos girasoles amarillos y gordos gansos blancos, y que aun de noche se adivinan interminables, tendidas hacia el invisible horizonte.
»La muchacha se acurrucó en mis brazos y se quedo dormida… Es hora de que alguien desmienta esa famosa leyenda de “los fríos ingleses”…¡Maldita y estúpida leyenda!
»Por fin nos detuvimos ante unas altas rejas de hierro, que indudablemente constituían la entrada de un gran jardín o de una finca rural.
»—Ahora sé el camino —dijo Carla (se llamaba así), y añadió—: Adiós. ¡Gracias! —Y alzó el rostro para que la besara, la muy desvergonzada.
»—¿Te veré nuevamente?
»—¡Todo depende! —Se había levantado del asiento, lista para bajar.
»—¿Depende de qué? —Sentía pavor de perderla para siempre.
»Aguardé su respuesta, pero fué inútil. Porque en aquel preciso momento me encontré nuevamente aquí.
»No, no puedo decirles cómo ocurrió. Es inútil preguntarme. Lo único que se es que no desperté de pronto, ni caí por la chimenea, ni entré montado en un rayo de luna. Nada de eso. Si la magia obedecía a algún talismán (y no parecía magia, sino algo enteramente natural), ese talismán sólo podía ser el cóctel… Porque al “regresar”, apretaba aún con fuerza en la mano el vaso vacío.
»¿Cuánto tiempo estuve en Hungría? Sí, me imagine que preguntarían eso. Pues estuve allá exactamente el tiempo que falté de mi casa, un tiempo mucho menor del que requiere un viaje de ida y regreso. Habré estado una hora en el café y una hora y tres cuartos en el automóvil; y salí de aquí… a ver, ¿a que hora los había invitado a cenar, Prentice? ¿A las ocho? Supongamos que empecé a preparar el cóctel a las ocho menos cuarto. Eran las once menos veinte cuando la aventura llegó a su brusco término. ¡Y me encontré repentinamente aquí, boquiabierto, con el vaso en la mano y la cristalina risa de Carla en mis oídos, sin tener idea de cómo podía volver a encontrarla!
»Transcurrió una semana antes que se me ocurriera que acaso la botella de slivovitz tuviese algo que ver con el asunto. Entonces me vestí con mi mejor ropa —porque en cualquier momento podía ver nuevamente a Carla— y bebí un vaso de slivovitz, sin mezcla. Se hubieran reído de ver cómo me temblaba la mano al llenar el vaso. Volqué bastante en la mesa…
»Y entonces…¡No pasó nada! ¡No me moví de donde estaba! ¡Se habrían reído aún más si me hubieran visto parado como un plomo ante la mesa del comedor, esperando ser proyectado a la cuarta dimensión, a Hungría…!
»Me devané los sesos tratando de recordar todas las historias de encantamientos que habia leído. Y llegué a la conclusión de que para que el hechizo obrara del mismo modo y con los mismos resultados, todas los detalles debían ser idénticos. Esperé entonces hasta las ocho menos cuarto, y prepare exactamente el mismo cóctel. Recordaba los ingredientes porque al prepararlo por primera vez los había medido con bastante exactitud. Quería impresionar a Dicky Foster, que siempre se jacta de sus recetas privadas.
»Bebí.
»Esta vez todo salió bien. Me encontré nuevamente en Hungría. Pero no exactamente en el mismo lugar, sino en una gran sala de un castillo. A decir verdad —y puesto que no necesito fastidiarlos narrándoles mis descubrimientos en su orden cronológico—, mas tarde supe que ése era el interior de la “Escuela” de Carla, que yo había visto por afuera. ¿Escuela? ¡Qué demonio de chica! Aquello no era más escuela que esta casa. Era la residencia campestre de su esposo. Y su esposo era un conde, o un mariscal de campo, o ambas cosas a la vez. Por lo menos, sus criados le hacían profundas reverencias cada vez que lo veían.
»… De pronto apareció Carla. Entró en la sala, donde yo contemplaba desconsolado las astadas bestias que decoraban las paredes, preguntándome dónde me hallaba y que iría a ocurrir. Bajó la escalera labrada, muy gran dama, muy decorosa, muy decorativa, y me dijo cortésmente que se alegraba de verme y que lamentaba que su esposo hubiera salido a cazar.
»En conjunto, fue una noche insatisfactoria. Ella no abandonó su actitud glacial. No se parecía en nada a la chiquilla que yo había visto entronizada en una bandeja de rosas. Se mostraba tan remota que yo vacilaba en recordarle su aventura y en preguntarle por que me había engañado, fingiendo ser una colegiala cuando en realidad era una mujer casada. Al fin me decidí. Ella frunció el ceño, desconcertada y colérica. Después una luz de comprensión —muy tenue— apareció en su rostro.
»Esa tiene que haber sido mi perversa hermanita, Carla. Somos gemelas. Yo soy Zena, ella es Carla. Pero somos tan parecidas que es difícil distinguir a una de otra.
»—¿Y ella —pregunté con el corazón latiéndome furiosamente— está ahora en el castillo?
»—Sí, vive conmigo. Yo habría querido dejarla más tiempo en el colegio, pero se negaron a tenerla. Es demasiado caprichosa y alocada. Por eso pensamos casarla lo antes posible con un amigo de mi esposo.
»Después de esas palabras, no quiso hablar nuevamente de Carla. Me disculpé en un francés chapurreado. Pero a Zena, cuyo nombre para la sociedad era Condesa Janoschoza, no le caí simpático, o bien era demasiado virtuosa para demostrarlo. Me conservó a distancia. Cualquiera habría dicho que yo era un vasallo. Estos húngaros tienen un espíritu feudal. Me obsequió con refrescos y me mostró fotografiás. Y yo dilataba mi permanencia, esperando instante tras instante que apareciera Carla. Pero aquella vez no la vi…
»¿Cómo, en nombre del Cielo, se explicaban mi presencia? Yo mismo no la explicaba. Sin embargo, a todos les aprecia muy natural.
»Al fin me encontré de vuelta. Daban las diez. Mi anterior estadía en el paraíso había durado cuarenta minutos más. Quizás esta vez el cóctel fue más pequeño.
»Ustedes podrán imaginar en que estado de animo viví los días siguientes. No me atrevía a “volver”. Temía gastar todo el tiempo que me quedaba, consumir aquella preciosa botella de slivovitz en largas, tranquilas y amables conversaciones con la condesa Zena, tan parecida a la perversa Carla. Tan hermosa, y tan asombrosamente igual, y al mismo tiempo tan diferente en su actitud.
»Sin embargo, logré ver nuevamente a Carla, en mi quinta visita al castillo. Para ese entonces, la desesperación empezaba a apoderarse de mí. Como les digo, en la quinta visita vi a Carla, y no a Zena. Carla me pareció tan provocativa e impetuosa como la primera vez, y no disimuló el afecto que me profesaba. Pero se echó a reír cuando yo, con la mayor severidad posible, le pregunté cómo se había atrevido a burlarse de mi en nuestro último encuentro.
»—¡Me divertí tanto!… —exclamó.
»En los intervalos que pasaba aquí, en Londres (y digo intervalos porque mi verdadera vida, la única que importaba, transcurría en aquellos fantásticos instantes desligados del resto del tiempo), traté de aprender el húngaro para llegar a una comunicación más perfecta con las dos hermanas mellizas, que la que podía proporcionarnos el presentar mis respetos a Zena o el besar a Carla. ¿Alguno de ustedes ha tratado de aprender el húngaro? Es peor que el chino. Lo cierto es que, llegada la ocasión, por mucho que me esforzara, no lograba recordar más que dos palabras: hideg y meleg, cálido y frío. Cálida era Carla, fría era Zena, y yo no avanzaba más de ahí, y la botella de slivovitz se vaciaba con rapidez. En Londres, ningún mercader de vinos había oído mencionar esa bebida. Me consolé pensando que en el momento en que la acabara podría ir a Hungría por el camino habitual, en una forma normal y decente, y quedarme allí todo el tiempo que me viniese en gana. Sería difícil encontrar el café de Budapest en que había empezado mi aventura, e igualmente fácil descubrir el castillo del conde Janoschoza. Sin embargo, empezaba a preocuparme.
»Eran muchas las cosas que me inquietaban. En primer lugar, nunca había visto a las dos hermanas al mismo tiempo. Eso era extraño. Y después, ninguna de ellas parecía asombrarse de mis espasmódicas llegadas y partidas, y yo mismo no podía explicárselas: todo aquel negocio era demasiado increíble, y ninguno de nosotros hablaba demasiado bien el francés.
»Por otra parte, mis permanencias en el castillo eran muy breves, y yo habría querido tener a Carla siempre a mi lado. Abrigaba la horrible sospecha de que Carla no tendría el menor empacho en decirle a cualquier otro hombre que le lloviera del cielo después de beber un cóctel: “¡Me gustas, te quiero, estoy asustada!”. ¿Y si yo perdía el secreto del regreso? ¿Si ese misterioso poder se radicaba en otro, en alguien mejor parecido, más… más audaz que yo? La sola idea de que pudiera existir ese rival…
»¡Oh, bueno, de nada sirve desvariar!
»Por aquella época perdí mi empleo en el periódico. Me despidieron, diciéndome que era demasiado distraído. Y eso era justamente lo que me ocurría. Estaba distraído; mi alma, mi corazón y mi espíritu estaban ausentes, y solo mi cuerpo desganado se arrastraba por lugares de Londres.
»Cuando preparé mi último cóctel con lo que restaba de la botella de slivovitz —una dosis mayor que la habitual—, calculé que me proyectaría a la cuarta dimensión, o lo que fuere, durante unas cuatro horas.
»Esta vez había resuelto concertar definitivamente una cita con Carla, para lo cual pensaba entrar en Hungría en la forma acostumbrada y normal.
»Pero llegado el momento, olvidé mis propósitos. Sé que es difícil creerlo. Pero si ustedes hubieran tenido la misma revelación que yo tuve, también lo habrían olvidado. Aquello echó todo por tierra.
»La revelación fue simplemente ésta: las hermanas gemelas no existían: Carla era Zena, y Zena era Carla, y ella creía ser ambas a la vez. Era una manía.
»¡Así se explicaba que nunca las hubiera visto juntas! Cada una de ellas hablaba con perfecta convicción de su “hermana”: Zena con cierta ansiedad, como si lamentara que la pequeña Carla fuese tan indomeñable y alocada e hiciera cosas tan extravagantes, y Carla con un gesto de rebeldía, los labios fruncidos y una mirada de fastidio por la excesiva seriedad de Zena. Zena se había casado un año atrás, cuando sólo tenía diecisiete años. Y era tan buena… Nunca había nada malo, ni siquiera traicionaba a su marido…
»Todo esto, ese complejo de las mellizas, me fue explicado por un encantador anciano húngaro que hablaba inglés y a quien conocí aquella noche en una cena a la que no tenía el menor deseo de concurrir, pero en la que fui interpelado mucho antes de los postres, y sin posibilidad, por consiguiente, de levantarme y escapar».
Pero las horas que me quedaban eran demasiado preciosas para gastarlas de ese modo. Empecé a odiar a mi vecino de mesa, y a preguntarme cada vez con más insistencia dónde estaba Carla. ¿Dónde se ocultaba siempre? Bien podía hacer acto de presencia, sabiendo que yo la adoraba, que estaba loco por ella, loco como esa música cíngara que se desliza por la noche sobre las llanuras…
»Zena ocupaba la cabecera de la mesa. Me sonrió muy graciosamente, pero yo sabía que no le era simpático. Adiviné que el anciano caballero que hablaba inglés era el amigo del conde Janoschoza a quien estaba destinada Carla, pues la consideraban en edad de casarse. ¡En edad de casarse… a los dieciocho años!
»Es la costumbre en el Continente. ¡Ah, si yo me la hubiera llevado conmigo aquella primera vez, en lugar de devolverla a su hermana… a sí misma! Pero estaba demasiado aturdido para comprender lo que debía hacer. Y ahora me sentía demasiado indefenso y sujeto… sujeto a esa increíble celestina: una botella de slivovitz. ¡Qué situación para un amante!
»Si pudiera ver a Carla una vez más —pensaba en ponerla en camino a Inglaterra, antes que cesen los efectos del hechizo, y luego encontrarla aquí… ¿Comprenden lo que quiero decir? No, no comprenden… Horacio parece dispuesto a tomarme la temperatura.
»A los postres sirvieron un tokay Aszúbor añejo de setenta años, y las damas se retiraron a otra sala. Aquellas reuniones en el castillo eran muy formales. Fue entonces cuando trabé conversación con el único hombre que hablaba ingles —mi rival, como lo bauticé melodramáticamente más tarde.
»—¿No le parece que nuestra anfitriona es muy hermosa? —me preguntó.
»Y yo respondí, en son de desafío:
»—Sí, pero no tan hermosa como su hermana, su hermana melliza.
»Y fue entonces cuando me contó toda la historia.
»No me sentí tan sorprendido como podrían ustedes imaginar. Inconscientemente, ya abrigaba mis sospechas. Nunca las había visto juntas. Siempre había visto a Carla o a Zena, nunca a Carla y a Zena.
»En cambio, maldije mi suerte por haberme presentado, tan a menudo, con caprichosa ironía, a Carla convertida en Zena, que era fría y virtuosa y un poco hostil; mientras que pocas veces, poquísimas veces, tuve la buena fortuna de llegar en el momento propicio para encontrar a Zena trocada en Carla…
»Lúgubremente juré para mis adentros no esperar más: la próxima vez que Carla —o la ilusión de Carla, no importa el nombre que ustedes quieran darle— prevaleciera sobre Zena, aceptaría lo que me brindaban los dioses del cóctel. No había motivo de preocupación. La muchacha tenía un esposo, un protector. Antes sí, antes me habría inquietado, cuando aún la creía hermana de Zena, cuando aún la veía como una deliciosa chicuela que miraba con ojos desmesurados al desconocido recién llegado de Inglaterra y le decía: “¡Me gustas, te quiero!”.
»Después de la cena salí al jardín. El tokay que acabábamos de beber era fuerte, embriagador e incitante. Mientras lo paladeábamos, el conde había dado unas palmadas, ordenando a su orquesta de músicos gitanos que tocara para nosotros. Y ahora yo sentía que la sangre corría impetuosamente por mis venas.
»Junto a la reja de hierro donde había dejado a Carla aquella primera noche, volví a encontrarla. Naturalmente, tenía puesto el mismo vestido que llevaba poco antes, cuando sentada a la cabecera de la mesa desempeñaba el papel de Zena. Pero comprendí en seguida que ya no era Zena, porque corrió hacia mí con los brazos abiertos.
»… Y en aquel momento los demonios volvieron a depositarme aquí. ¡No se quiénes son, o qué son, ni por qué lo hacen, pero malditos sean! ¡Malditos, mil veces malditos! Saben que no puedo volver a ella… ¡Malditos sean!
»Nunca volví a verla. Viajé inmediatamente a Hungría, por ferrocarril y vapor, pero no pude encontrar el café de Kiss Ludo. Hay docenas de lugares que llevan el nombre de Kiss en todas las calles de Budapest. Ese nombre es tan común como el de Smith en Inglaterra. Pero el café no existía. Y tampoco existía el castillo del conde Janoschoza, al menos en el plano normal y consciente. Recorrí los alrededores de Budapest en veinte, treinta, cuarenta millas a la redonda, como un perro en busca de su presa. Estaba frenético. Hice averiguaciones por doquier.
»Al fin llegué a la conclusión de que aquel extraño mundo y la gente que lo habitaba no podían ser alcanzados por un camino directo. Quizá no tenían existencia independiente, acaso estaban sujetos al hechizo del condenado cóctel.
»Sin embargo, yo estaba resuelto a no perder a Carla. Evidentemente, lo primero que debía hacer era ir a St. Rudigund y conseguir una buena provisión de slivovitz, todas las botellas que el tabernero consintiera en venderme. No importaba el precio. Aun cuando me costaran hasta el último céntimo que poseía, Carla valía eso y más. Carla, y no Zena, que adoraba a su esposo, ¿comprenden ustedes? ¡Y solo la había visto una vez en siete! Si me hubiera quedado algún sentido del humor, eso me habría divertido.
»Cuando llegué a St. Rudigund, el viejo figonero había muerto, y su sucesor se había despachado todas las botellas de slivovitz, menos siete. Pagué por ellas un previo fantástico, sencillamente porque no pude ocultar mi desesperación por conseguirlas.
»Después regresé aquí lo antes posible. No me atrevía a iniciar la experiencia en cualquier otro lugar, porque pensaba que el hechizo no obraría sino en la misma habitación, con la misma mesa, el mismo vaso, la misma coctelera. Carla aguardaba, y podía llegar cualquier otro… Era como una fruta en el instante previo a la perfección de la madurez. El más leve golpe la habría derribado al suelo.
»¡Carla! Si hubieran oído ustedes cómo latía mi corazón, mientras yo mezclaba los ingredientes, cuidando de no desperdiciar el slivovitz; mientras agitaba la coctelera, llenaba el vaso y lo bebía… Carla… Carla…
»Una vez más, no pasó nada. Permanecí donde estaba.
»Después de la primera conmoción del desengaño, se me ocurrió que el cóctel no había tenido el mismo gusto. O la calidad de aquella botella de slivovitz era diferente, o bien yo había modificado las proporciones de la mezcla. ¿Qué cantidad de ginebra había puesto en anteriores oportunidades? ¿Cuánto vermut francés? Unas gotas de limón, una pizca de bitter… Bueno, pero un cálculo aproximado en gotas y pizcas no bastaba.
»Tenía que recordar con exactitud. El gusto de la bebida había cambiado. Yo recordaba el sabor justo que debía tener, pero en otro aspecto, aquel agitado rodar por Europa había embotado mi memoria. ¿Cuánto vermut? ¿Qué cantidad de ginebra? ¿Había echado en el vaso dos chorritos de Angostura o tres?».
—Todo fue inútil —concluyó David Merriman amargamente—. He estado ensayando desde entonces. De nada sirve. Ya casi me he resignado.
Durante la última parte de su relato había estado vertiendo mecánicamente líquidos de las botellas amontonadas sobre la mesa, como sí ya no pudiera dejar de hacerlo, como si debiera seguir mezclando cócteles el resto de su vida, hasta que acaso el azar le deparase por oblicuos caminos la receta olvidada.
Los hombres que escuchaban su historia vieron una botella cuadrada, de oscuro color de ciruelas, sin etiqueta.
Merriman la vació, poniéndola boca abajo. Después, arrebatado por súbita furia, agitó frenéticamente la mezcla, enarbolando la coctelera sobre su cabeza, dilatando ese movimiento de ritmo desesperado, como si ya no supiera ni le importara el resultado, como si un fantasmagórico tribunal lo obligara burlonamente a repetir hasta la eternidad ese gesto.
Por fin, advirtiendo con despreocupada ironía lo que estaba haciendo, vertió la mezcla y pasó el vaso a Johnny Carfax con un gesto indiferente.
—¿Quieres probarlo? —sugirió—. Es la única bebida que puedo ofrecerte. El cóctel número ciento siete. Creo que ahora tendré que renunciar a mi búsqueda: no me queda más slivovitz. Y Horacio, que es tan bondadoso, podrá llevarme lo antes posible a un manicomio.
—No, gracias —dijo Carfax—, no me gustan los cócteles. Tomaría un vaso de jerez, pero un cóctel… —Meneó la cabeza y pasó el vaso al joven Strake, que era el más próximo.
—¡Buena suerte! —exclamó Theo Strake, y se bebió el vaso.
Todos se quedaron mirando el lugar donde había estado parado.
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Etiqueta:Ciencia ficción