Una historia de fantasmas – E. T. A. Hoffmann
UNA HISTORIA DE FANTASMAS
E. T. A. Hoffmann
Como ya sabéis, hace algún tiempo, precisamente apenas concluida la última campaña militar, pasé unos días en las posesiones del coronel de P***. El coronel era un hombre vivaracho y jovial, mientras que su esposa era la serenidad y la candidez en persona.
Cuando estuve allí, el hijo se hallaba en el ejército, por lo que la familia se componía, además del matrimonio, de dos hijas y una señora francesa ya entrada en años que se esforzaba por desempeñar el cargo de gobernanta, sin caer en la cuenta de que las muchachas habían pasado ya la edad de que se las gobernara. La mayor de las chicas era una joven despreocupada y alegre, tan pizpireta y traviesa que rayaba en la exasperación; no carecía de espíritu, pero igual que no podía dar cinco pasos seguidos sin que por lo menos tres de ellos fueran pasos de danza, tampoco durante su conversación cesaba su incansable actividad, que la hacía saltar de un tema a otro sin descanso. Fui testigo de que en menos de diez minutos hizo punto, leyó, pintó, cantó, bailó…; que en un momento lloró por el pobre primo que había quedado en el campo de batalla y, al instante, todavía con amargas lágrimas en los ojos, estalló en una estruendosa carcajada cuando la francesa agitó sin querer su tabaquera sobre el perrito faldero, que horrorizado comenzó a estornudar enseguida, por lo que la buena señora se lamentó exclamando: «Ah, che fatalità!… Ah, carino… poverino![92]» Por cierto, la gobernanta tenía por costumbre dirigirse a dicho perrito sólo en italiano, pues el animal era oriundo de Padua. Pero, volviendo a la joven, diré que era la rubita más maravillosa que pudiera existir, la cual mostraba tanta gracia y encanto en sus extraños caprichos que en todas partes ejercía, sin saberlo, una fascinación irresistible.
La hermana pequeña, Adelgunde, contrastaba de manera muy singular con la mayor. En vano trato de buscar palabras con las que poder describiros la profunda impresión que me causó la primera vez que la vi. Imaginad la más bella silueta y el semblante más maravilloso que jamás hayan existido. Sin embargo, una palidez mortal cubría sus labios y sus mejillas, sus movimientos eran sumamente lentos y delicados, sus pasos mesurados, y cuando una palabra apenas musitada salía de sus labios semiabiertos y se extinguía en la espaciosa sala, uno se sentía como sobrecogido por un estremecimiento fantasmal. Muy pronto me sobrepuse a esa impresión de temor y no tuve más remedio que reconocer, cuando llegué a conversar con esta muchacha tan reservada, que lo extraño y espectral que parecía residir en ella sólo pertenecía a su apariencia exterior, y que de ninguna manera podía surgir de su interior. De lo poco que decía, podía colegirse una dulce feminidad, un juicio sereno y un gran sentido común, así como una gran amabilidad de carácter. No había en Adelgunde rastro alguno de tensión o zozobra, si bien su amarga sonrisa o su mirada bañada en lágrimas podían hacer pensar cuando menos en algún tipo de enfermedad psicológica que de manera adversa se cebara en el alma de la tierna niña. Muy extraño me pareció que la familia, e incluso la vieja francesa, se mostraran tan nerviosos cuando alguien hablaba con la muchacha: siempre procuraban, a veces de manera demasiado evidente y forzada, entremeterse en la conversación. Pero lo más extraño era que, en cuanto daban las ocho de la tarde, primero la francesa y después la madre, seguidos de la hermana y el padre, instaban a la señorita a que se retirara a su habitación, al igual que se hace con los niños pequeños para que no se cansen en exceso y puedan dormir bien. La francesa la acompañaba, de modo que ninguna de las dos podía asistir a la cena que se servía a las nueve. La coronela, al darse cuenta de mi asombro, se adelantó a mis posibles preguntas aclarando con naturalidad que Adelgunde era una criatura enfermiza y que, generalmente, a las nueve de la noche solían acometerle accesos de fiebre, de ahí que el médico le hubiese recomendado que a esa hora se retirara a descansar sin excusa alguna. Supuse que debía de haber otra razón, aunque no tenía ni la menor idea de cuál podría ser. Hasta hoy no he conocido la espantosa verdad de aquel asunto ni del acontecimiento que contribuyó a destruir de forma tan espantosa la dicha de aquella pequeña y feliz familia.
Adelgunde había sido la criatura más encantadora y vivaracha que pueda imaginarse. Se celebraba su catorce cumpleaños con una fiesta a la que habían sido invitadas muchas amigas y compañeras de juegos. Todas ellas se habían sentado, formando un círculo, en el hermoso bosque del parque del castillo, y se entretenían contándose anécdotas e historias divertidas y riéndose de todo sin preocuparse lo más mínimo de que la tarde iba cayendo por momentos y que comenzaba a hacerse de noche; la suave brisa de julio comenzaba a refrescar y muy pronto habría que dar por concluida la celebración. En aquel crepúsculo mágico se divertían interpretando curiosas danzas, tratando de imaginarse que eran elfos u otra clase de escurridizos personajes fantásticos o duendecillos.
—¡Oídme! —gritó Adelgunde cuando ya se había cerrado completamente la oscuridad en el bosque—. ¡Escuchad, niñas! Ahora quiero aparecerme ante vosotras como si fuera la dama de blanco de la que tan a menudo nos hablaba nuestro viejo jardinero, que murió hace poco. Pero tendréis que venir conmigo hasta el final del jardín, allí donde se hallan las viejas ruinas.
Diciendo esto, se envolvió en su chal blanco y, con paso grácil y ligero, se deslizó por un caminito que se abría en la espesura; las niñas la siguieron entre bromas y risas. Pero apenas había llegado Adelgunde a la bóveda derruida, se quedó rígida, como petrificada, incapaz de mover ninguno de sus miembros. El reloj del castillo dio las nueve.
—¿No veis nada…? —gimió Adelgunde con voz entrecortada, fruto de un profundo espanto—. ¿Acaso no veis nada…? La figura… ahí, enfrente de mí… ¡Jesús! Me ofrece su mano… Pero, ¿es que estáis ciegas?
Las niñas no habían visto nada, pero todas quedaron sobrecogidas de miedo y de terror. Echaron a correr despavoridas; tan sólo una de ellas, que fue capaz de sobreponerse, tuvo el valor suficiente para correr hacia Adelgunde, tratando de abrazarla. Pero en aquel mismo instante, ésta cayó al suelo como muerta. Al oír los agudos gritos de angustia de las niñas, todos los habitantes del castillo salieron apresuradamente. Llevaron a Adelgunde al interior. Por fin, la joven volvió en sí y, temblando compulsivamente, contó que apenas hubo entrado en la bóveda vio muy cerca, frente a ella, una figura etérea, como envuelta en niebla, que alargó la mano como queriendo atraparla. Naturalmente, aquella aparición fue atribuida a las fantásticas ilusiones producto de la mágica luz crepuscular. Adelgunde se repuso por completo esa misma noche del susto, de tal modo que no se temió secuela alguna, sino que se dio el asunto por concluido. Mas, ¡qué equivocados estaban! La tarde siguiente, apenas dieron las nueve, la joven, presa de terror, dio un brinco en medio del círculo de amigos que la rodeaban y comenzó a gritar: «¡Ahí está! ¡Ahí está! ¿Acaso no veis nada…? ¡Justo frente a mí, ahí está!» En definitiva: desde aquella tarde aciaga, Adelgunde afirmaba que nada más dar las nueve de la noche, se le aparecía la figura y permanecía ante ella unos segundos; todo esto sucedía sin que ninguna otra persona pudiera percatarse de su presencia o percibiera por medio de algún tipo de sensación psicológica la existencia de un principio espiritual extraño. La pobre Adelgunde fue tomada por loca y la familia se avergonzó absurdamente de ese estado de la hija. Por eso la trataban de aquella manera tan singular a la que ya me he referido. No escaseaban ni médicos ni métodos que pretendían librar a la pobre niña de aquella idea fija —así gustaban llamar a la aparición— que la asaltaba, pero todo fue en vano: Adelgunde acabó pidiendo, entre abundantes lágrimas, que la dejaran en paz, pues la figura, que en definitiva en sus rasgos imprecisos e irreconocibles no tenía nada de terrible, no despertaba en ella ningún temor; tan sólo sentía vagamente, tras cada aparición, como si su interior se vaciara de ideas y flotara, incorpórea, fuera de sí misma, por lo que luego se notaba extenuada y enferma. Finalmente, el coronel trabó amistad con un conocido médico que tenía fama de curar locos con métodos harto singulares e ingeniosos. Cuando le hubo contado el caso de la pobre Adelgunde, el médico soltó una estruendosa carcajada y afirmó que nada era más fácil que curar esa clase de locura, cuya causa sólo radicaba en una imaginación sobreexcitada. La idea de la aparición del fantasma estaba tan fuertemente asociada a las campanadas del reloj al dar las nueve de la noche, que la fuerza íntima del espíritu de la muchacha no era capaz de disociar una cosa de la otra, y por eso había que provocar tal disociación desde fuera. Esto podría hacerse de una forma muy sencilla si se lograba engañar a la joven con el tiempo y se dejaban transcurrir las nueve de la noche sin que se diera cuenta. Si no aparecía el fantasma, entonces ella misma reconocería su locura, y el resto de su curación dependería ya tan sólo de reconstituyentes físicos que serían los encargados de completar la cura.
¡Se puso en práctica el desdichado consejo! Cierta noche se retrasaron una hora todos los relojes del castillo[93], e incluso el reloj de la aldea, cuyas sordas campanadas también podían oírse allí, para que cuando Adelgunde se despertara a la mañana siguiente creyera, engañada, que el reloj marcaba la hora verdadera. Llegó la noche de aquel día. La pequeña familia se hallaba reunida como de costumbre en una habitación lateral muy agradable sin que ningún otro extraño se encontrara entre ellos. La coronela se esforzaba por contar toda suerte de cosas graciosas y su marido comenzaba a zaherir y a embromar a la gobernanta francesa, algo que hacía siempre que estaba de buen humor, con la ayuda de Auguste, la mayor de las jovencitas. Todos reían y se mostraban más alegres que nunca. En esto, el reloj dio las ocho (es decir, las nueve) y Adelgunde, blanca como un cadáver, se desplomó sobre su sillón, ¡la labor se escurrió de entre sus manos! Entonces se levantó lentamente y, mirando fijamente el espacio vacío de la habitación, murmuró con voz apagada y cavernosa:
—¡Cómo! ¿Una hora antes? ¿La veis, la veis? ¡Está ahí, muy cerca, delante de mí!
Todos se pusieron en pie muy asustados, pero como nadie percibía nada, el coronel gritó:
—¡Adelgunde! ¡Domínate! ¡No es nada, sólo una alucinación de tu cerebro! ¡Un juego de tu imaginación que te confunde! Nosotros no vemos nada… ¿Acaso no deberíamos percibir nosotros, igual que tú, esa figura si de verdad estuviera aquí? ¡Vuelve en ti! ¡Domínate, Adelgunde!
—¡Oh, Dios mío, Dios mío! —gemía Adelgunde—. ¿Es que queréis volverme loca? ¡Mirad ahí, ved cómo extiende su blanco brazo hacia mí!… ¡Ahora hace una seña!
Y, como carente de voluntad, con la mirada fija y perdida, Adelgunde se volvió e hizo un gesto para asir algo que se hallaba tras ella y cogió un platito que por casualidad estaba encima de la mesa; lo alzó ante sí, en el espacio, lo soltó… y el plato, como sostenido por una mano invisible, comenzó a flotar, describiendo lentamente un círculo alrededor de los presentes; luego se posó otra vez cuidadosamente sobre la mesa.
La coronela y Auguste perdieron el conocimiento, recobrándose después presas de un ataque de nervios. El coronel trató de dominarse como pudo, pero también pudieron notarse en su ser desquiciado los adversos efectos de aquel inexplicable fenómeno.
La vieja francesa, hincada de hinojos y encorvada, con el rostro pegado al suelo, rezaba quedamente; ésta quedó libre, al igual que Adelgunde, de secuelas posteriores. La coronela murió al poco tiempo. Auguste se sobrepuso a la enfermedad, pero cuánto mejor hubiera sido su muerte que aquel estado en que quedó; ella, que personificaba la juventud misma, que rebosaba dicha y encanto, fue asaltada por una locura que, al menos para mí, resulta más espantosa y cruel que todos los delirios que una idea fija pudiera haber creado jamás: creyó que era ella aquel espíritu incorpóreo que veía Adelgunde; por eso escapaba de los demás, o como mínimo procuraba, cuando alguien se le acercaba, cuidarse de hablar o moverse. Apenas si se atrevía a respirar, pues creía firmemente que si de una otra manera delataba su presencia, quienquiera que la viese caería muerto al instante, víctima de un terror y de un espanto profundos. Le abrían las puertas, le dejaban la comida en una habitación, y ella, tras asegurarse de que se encontraba sola, la cogía y se la llevaba para comérsela a escondidas, etc. ¿Puede existir un estado más espantoso?
El coronel, sumido en una cruel desesperación, se alistó en el ejército, en busca de nuevas campañas militares. Cayó finalmente en la gloriosa batalla de W***[94].
Es extraño, muy extraño que desde aquella noche funesta Adelgunde haya quedado libre del fantasma. Ahora se dedica a cuidar devotamente de su hermana enferma con la ayuda de la buena francesa.
Tal y como hoy me ha contado Silvestre, el tío de las pobres niñas acaba de llegar para consultar con nuestro excelente R*** el posible método curativo que habrá que intentar inevitablemente con la pobre Auguste. ¡Pidamos al Cielo que haga posible una curación tan improbable!
Ernst Theodor Amadeus Hoffmann
Fue un escritor prusiano adscrito al Romanticismo, donde más destacó fue en sus cuentos fantásticos. En ellos crea una atmósfera en ocasiones de pesadilla alucinante, y aborda temas como el desdoblamiento de la personalidad, la locura y el mundo de los sueños, que ejercieron gran influencia en escritores como Victor Hugo, Edgar Allan Poe y Dostoievski.