La noche de los buzones decapitados – José Villamarín Carrascal | Cuento navideño
En tres días tenía que conseguir 400 dólares para que el abogado sacase libre a su padre. Enfiló sus pasos en dirección al centro comercial. Menos mal que la Navidad es la época más propicia para conseguir dinero.
Tenía quince años y los últimos cinco pasó las navidades solo, y no veía el momento de volver a compartirla con su padre. La última navidad fue fatal: luego del paseo, cerca de la medianoche regresaron a su casucha, en el suburbio. Un par de horas más tarde, la policía irrumpió en su hogar, rompió la puerta a patadas y se llevó a su padre. Le dieron diez años de cárcel. Lleva cinco pero, para Juancho, ha sido toda una vida.
Prefiere no acordarse cuando su madre, a los pocos meses, apaciguó su sufrimiento en otro hombre. La calle lo acogió mejor que su casa.
Pasó de largo mirando solo de reojo el hueco camuflado que tenía hecho en el muro que divide los dos mundos: el del otro lado, el de los ricos y pelucones, y el suyo, el de los pata pelada. Ese orificio era una suerte de túnel del tiempo: en un abrir y cerrar de ojos, los lodazales y casas de cañas de guadúa se transformaban en amplias calles asfaltadas y veredas de adoquines variopintos y mansiones con piscina, jacuzzi, canchas de golf. Pelucolandia era otro de sus destinos preferidos, pero ahora debía esperar.
«A trabajar se ha dicho. Es mejor que acordarse de pendejadas», pensó y se perdió en el mar de algarabía, gritos infantiles, ritmos de villancicos, conversaciones en voz alta y risas dispares que inundaban los pasillos del centro comercial.
Cinco segundos, un rápido juego de manos y sangre fría, fueron suficientes para su primera arremetida de la tarde. La cartera que acababa de arranchar a una pareja de ricachones tenía únicamente tarjetas de crédito y él buscaba efectivo.
En los Sauces, las promociones eran cada vez más seductoras. Las pantallas de televisión ofrecían con desenfreno todo tipo de ofertas. El río de gente era el mejor aliado de Juancho. En uno de los recodos del centro comercial, encontró a Santa Claus sentado junto a un enorme árbol de Navidad y a un postizo animal de cuernos largos. Estaba rodeado de multiformes regalos. Los niños, alborozados, se acercaban a ese personaje bobo y bonachón, de disfraz rojiverde, a tomarse fotos. Este les entregaba caramelos y les pedía que escribieran sus cartas para que recibieran sus regalos en la nochebuena.
El cúmulo de artimañas aprendidas en la calle y una alta dosis de paciencia le permitieron recoger el dinero que le hacía falta. Al día siguiente fue donde el abogado y lo entregó.
—En una semana estará libre, muchacho —le dijo—. Estará contigo justo antes de la Navidad.
Los días siguientes se dedicó a vagar por la ciudad esperando la buena noticia. Pasaba pendiente de los noticieros de televisión. Hasta que apareció la noticia: se habían firmado los indultos por fin de año y los reos beneficiados saldrían libres en esos días. Con esperanza al inicio, con temor después y con rabia al final, escuchó el listado de los presos indultados. Agachó la cabeza, se tomó de los pelos y lloró sin vergüenza. Su padre no constaba en la lista.
—Tranquilo, muchacho, estamos apelando algunos casos. Con seguridad, tu papá estará en una nueva lista —le dijo el abogado, apenas lo vio entrar a su oficina.
Ese y los siguientes días vagó sin rumbo por las calles. No podía sacarse de la cabeza la idea de que no pasaría con su padre esas festividades.
Un días, cerca ya de la nochebuena, sin siquiera pensarlo, se encontró de nuevo en centro comercial. Entonces se le vino a la cabeza la que creyó era su última oportunidad. Se dirigió presuroso al recodo donde días atrás estaba el viejo de larga barba de algodón.
Tenía una carta para Santa Claus.
—Tienes que depositarla en el buzón de tu casa —le respondieron. Pero como le vieroo con cara de tener solo cuatro reales, añadieron—: o lo puedes dejar aquí en el centro comercial. Pero la magia de la Navidad funciona siempre si se la pone en el buzón de cada casa o dentro de los zapatos o al pie de la chimenea.
No le hizo ninguna gracia la respuesta, pero no tenía de otra. Depositó su carta en uno de los buzones que encontró por ahí y fue a su guarida a esperar los tres días que faltaban hasta la Navidad.
A pocos minutos de las doce de la noche del 24 de diciembre, cruzó el muro que dividía el mundo en dos. «Si yo no puedo tener mi regalo porque no tengo ni buzón ni chimenea, entonces, ni los hijos de los pelucones lo tendrán».
por José Villamarín Carrascal
Etiqueta:Navidad